Por Marco Rascón (*)
El crimen no se organizó por él mismo, ya venía organizado. Su estructura se origina en las policías y fuerzas de seguridad del Estado mexicano. Por eso la guerra es cruenta y se extiende a todos los niveles del Estado y la sociedad.
A lo largo de los últimos 30 años, bajo el manto de la corrupción, la impunidad, la aplicación política y discrecional de la justicia, convirtió a cada policía y cada organismo de seguridad pública en un delincuente en ejercicio. A voluntad o no, cada policía mexicano, cada funcionario ministerial, para sobrevivir como tal, tiene que violar la ley y sujetarse a los códigos del fuero especial otorgado por el poder.
Segregar a las policías de la sociedad y utilizarlas bajo una filosofía de represión política y social condujo a la corrupción. La clase política durante décadas, y claramente después de 1968 y 1971, encontró en la corrupción el filón de oro y se abasteció de ella. Se usaron la ley, los reglamentos, las regulaciones, para la extorsión y ésta se hizo estructural.
De los sótanos y separos del Servicio Secreto, de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), de la Brigada Blanca, de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), del Batallón de Radio Patrullas del Estado de México (Barapem), de las policías judiciales y rurales en los estados, de sus secretarías de seguridad pública, procuradurías, Gobernación, ministerios públicos, direcciones de reclusorios, nacieron el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), la Agencia Federal de Investigación (AFI), la Unidad Especializada contra la Delincuencia Organizada (UEDO), y posteriormente SIEDO, las fiscalías especializadas como la FEADS y la Policía Federal Preventiva (PFP), hasta llegar a la estructura del Ejército Mexicano utilizado como policía.
Los últimos 30 años del régimen priísta incubaron el huevo de la serpiente y los participantes en la guerra sucia, utilizando sistemáticamente la tortura, el secuestro y la desaparición, formaron y prepararon a cientos de policías en el crimen y los enriquecieron. La forma de cobrar al régimen sus servicios es la impunidad, que los transforma en socios y protectores de narcotraficantes, robadores de coches y secuestradores. Desde Arturo Durazo, hasta Daniel Arizmendi, El Mochaorejas, cientos de policías son parte de ambos lados. Al paso del tiempo, los policías, se dan cuenta de que la represión a opositores, activistas sindicales, estudiantiles, de movimientos urbanos o comunistas, le da estabilidad al régimen, pero no es negocio.
Gracias a la impunidad y a falta de subversiones fabricadas que reprimir, la maquinaria se aceitó con el secuestro y la extorsión de pequeños y grandes empresarios. La inseguridad creada por bandas de policías y ex policías, se hizo negocio.
Ya para los 1990 la industria del secuestro contaminó todo el aparato judicial desde lo federal, en estados y municipios. La compra de patrullas, armamentos, equipos de comunicación son ganancias de su propio terror; ministerios públicos, procuradores y gobernadores funcionan como parte del crimen organizado. Las reformas de los años 90 sólo dieron más poder e impunidad a las policías corrompidas y sin control. La legalización de intervenciones telefónicas, el permiso para catear y los llamados testigos protegidos, al poco tiempo, fueron instrumento en la disputa por la rentabilidad del crimen. Los nuevos policías cazaban a los anteriores; la espiral de las venganzas se hizo infinita y por eso en esa guerra no hay frente, retaguardia ni confianza: en esa guerra las policías no son un ejército contra otro, sino una lucha entre ellas mismas y sus criaturas adultas.
Cuando los secuestros se acercaron a los círculos del poder y hubo presión de victimas con influencia, había ya más de 2 mil bandas de secuestradores en el país conectados o surgidos de las policías. Una primera reacción, para limpiar fue poner en el mando a militares y marinos como jefes policiales. Al poco tiempo, todos estaban contaminados.
La llegada de la alternancia generó desarticulación y en cada estado la impunidad policial abonó en el crecimiento del crimen. Para complementar, ya desde mediados de los 90, Estados Unidos dejó de pagar en dólares y empezó a pagar con droga, y México pasó de ser un país de tránsito a uno de consumidores. Surgió el gran negocio del narcomenudeo y las tienditas en los barrios, los bares, escuelas, llega a todos los sectores sociales. El nuevo negocio, fomentó la guerra por los presupuestos, las bandas y los territorios.
La negativa desde el viejo régimen priísta a independizar el Poder Judicial y la desarticulación durante el panismo acrecentó la guerra dentro y fuera de las policías, creando el paramilitarismo y las ejecuciones masivas. Hoy al aplicar fuerza sin estrategia contra el fenómeno se revela la descomposición del Estado mexicano en todos sus niveles e instituciones. De ahí surge la percepción pública que ve igualmente peligrosos a fuerzas de seguridad y criminales, pues tienen la misma raíz.
Gracias a la impunidad y a falta de subversiones fabricadas que reprimir, la maquinaria se aceitó con el secuestro y la extorsión de pequeños y grandes empresarios. La inseguridad creada por bandas de policías y ex policías, se hizo negocio.
Ya para los 1990 la industria del secuestro contaminó todo el aparato judicial desde lo federal, en estados y municipios. La compra de patrullas, armamentos, equipos de comunicación son ganancias de su propio terror; ministerios públicos, procuradores y gobernadores funcionan como parte del crimen organizado. Las reformas de los años 90 sólo dieron más poder e impunidad a las policías corrompidas y sin control. La legalización de intervenciones telefónicas, el permiso para catear y los llamados testigos protegidos, al poco tiempo, fueron instrumento en la disputa por la rentabilidad del crimen. Los nuevos policías cazaban a los anteriores; la espiral de las venganzas se hizo infinita y por eso en esa guerra no hay frente, retaguardia ni confianza: en esa guerra las policías no son un ejército contra otro, sino una lucha entre ellas mismas y sus criaturas adultas.
Cuando los secuestros se acercaron a los círculos del poder y hubo presión de victimas con influencia, había ya más de 2 mil bandas de secuestradores en el país conectados o surgidos de las policías. Una primera reacción, para limpiar fue poner en el mando a militares y marinos como jefes policiales. Al poco tiempo, todos estaban contaminados.
La llegada de la alternancia generó desarticulación y en cada estado la impunidad policial abonó en el crecimiento del crimen. Para complementar, ya desde mediados de los 90, Estados Unidos dejó de pagar en dólares y empezó a pagar con droga, y México pasó de ser un país de tránsito a uno de consumidores. Surgió el gran negocio del narcomenudeo y las tienditas en los barrios, los bares, escuelas, llega a todos los sectores sociales. El nuevo negocio, fomentó la guerra por los presupuestos, las bandas y los territorios.
La negativa desde el viejo régimen priísta a independizar el Poder Judicial y la desarticulación durante el panismo acrecentó la guerra dentro y fuera de las policías, creando el paramilitarismo y las ejecuciones masivas. Hoy al aplicar fuerza sin estrategia contra el fenómeno se revela la descomposición del Estado mexicano en todos sus niveles e instituciones. De ahí surge la percepción pública que ve igualmente peligrosos a fuerzas de seguridad y criminales, pues tienen la misma raíz.
(*)Marco Rascón es un analista político mexicano que escribe regularmente en el diario La Jornada, donde fue publicado este artículo el pasado 15 de junio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario