3.11.08

Argentina:Nacionalización del sistema de pensiones

JUBILARSE DEFENDIENDO UNA MENTIRA



Por Carlos Abel Suárez (*)

Argentina era una fiesta cuando nacía el nuevo Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones, cuya muerte fue anunciada el pasado 21 de octubre. Las AFJP eran entonces el último invento del mago de las finanzas, Domingo Felipe Cavallo. Así como el régimen de convertibilidad resplandecía casi sin competencia en el mundo, las AFJP sólo tenían el antecedente de sus primas hermanas de Chile.

Cavallo ya había mostrado hasta qué punto la cuestión financiera era lo suyo cuando, durante la dictadura militar, en los pocos días que pasó en la presidencia del Banco Central, resolvió en un santiamén el problema de la deuda en dólares que comprometía al sector privado, tras la devaluación posterior al experimento de José Alfredo Martínez de Hoz. Cavallo se la pasó al sector público. Una carga que todavía pesa.

Pero en 1994, eso, que había ocurrido en 1981, era historia. Estábamos en los tiempos de Carlos Menem. Y lo que valía era la proeza de clavar 1 peso 1 dólar. Con el llamado régimen de convertibilidad y privatizando hasta el agua, la inflación se detuvo y comenzó una burbuja que nos llevó al primer mundo. Desde allí fuimos sin escala a la depresión de 1998, que parecía en un comienzo sólo una recesión. Para conjurar el mal, como no hay dos sin tres, Fernando de la Rúa llamó al mago Cavallo, y terminamos, como ya se sabe, en la catástrofe de 2001.

Sin embargo, cuando nació el nuevo sistema de capitalización había un amplio consenso, de peronistas, de radicales y hasta de algunos frepasistas (el partido liderado por Carlos “Chacho” Álvarez), de que las reformas económicas neoliberales y conservadoras eran el camino para crecer con estabilidad.

Rápidamente se constituyeron las AFJP, siempre con un gran banco detrás, junto a una compañía de seguros, sindicatos, personajes importantes y, cuando era posible, con ricos del jet set entre sus elencos directivos. La torta publicitaria, destinada a explicar las ventajas del nuevo sistema, fue extraordinaria. En los lanzamientos de estos nuevos “productos” se descorchaban ruidosamente las botellas de champán y se consumían kilos de canapé de salmón y caviar, en medio de un coro de loas a la jubilación privada y al cambio que iban a provocar en el mercado de capitales. Allí los expertos en capitalización comparaban la miseria de una futura prestación estatal con los cálculos “actuariales” que demostraban lo que se iba a percibir al retirarse si se optaba por “esta AFJP”. Prometían una vejez feliz, por descontado, y encima, se permitían guiños a la “libertad”. “Son tus ahorros, es tu plata” ¿Cómo quiénes? Como los chilenos, lo único parecido sobre la tierra. Pero aquí la cosa era mejor.

En Chile, José Piñera –un economista tan respetable intelectualmente, que escribió el 15 de septiembre de 1973, en The Economist, que era absurdo pensar que los norteamericanos estuviesen implicados en el golpe contra Allende— fue el autor de las reformas previsional, laboral y de la ley minera. Las tres estaban paradójicamente inspiradas en la idea de “libertad”. “Libertad” para los trabajadores que habían sido masacrados en 1973, y que sufrían entonces la desocupación y la miseria más espeluznantes de toda la historia de Chile. Y “libertad” para que las compañías mineras pudieran depredar y lucrarse a su antojo.
Cuando la “Cámara” de asesoramiento legislativo, integrada por los mandos militares que parodiaban a un Congreso, aprobó el proyecto de reforma previsional, Piñera preguntó cuándo comenzaría a operar el sistema. El 4 de mayo de 1981, le dijeron. “Propongo adelantar la fecha de partida al 1º de Mayo, el Día del Trabajo. Es un día que tiene un gran significado para los trabajadores”, dijo Piñera.
Sin embargo, mientras en Chile se pasó a todo el mundo de un plumazo al nuevo sistema, aquí, en la Argentina, había que optar. Pero miles y hasta millones enfrentaron opciones condicionadas, no justamente el paraíso de la libertad. Los dirigentes sindicales, que eran socios de alguna AFJP, jugaron su influencia y sus métodos para inscribir a sus afiliados, a veces sin posibilidad de chistar, a una aseguradora. Por no hablar del personal de aquellas grandes empresas que, asociadas a una AFJP, veían allí la posibilidad de ganancias difíciles de obtener en la producción de bienes; en promedio, las aseguradoras se quedaron durante 14 años con el 33 por ciento de los ingresos de sus adherentes. Y nada digamos de la “imparcial” información ofrecida por los medios de comunicación, que también integraban alguna AFJP. Asimismo, los que ingresaban al mercado laboral, sí no decidían expresamente pertenecer al régimen de reparto, quedaban –por default, y para siempre— en la capitalización. De esta manera, en septiembre de 1996 las AFJP contaban con un padrón de 5.547.597 afiliados sobre un total de poco más de 8 millones de aportantes a la previsión social.

De más está decir que las voces de quienes advertían sobre las consecuencias de todas esas medidas tuvieron entonces poco eco. Existieron, sin embargo, políticos, dirigentes sindicales y sociales en todo el país que resistieron tenazmente, valientemente, aunque sin poder torcer el curso hacia el abismo. Como bien recuerda Naomi Klein en su libro La doctrina del shock esas políticas respondían a una matriz común y a intereses entonces –y ahora— muy poderosos. Recuerda allí que la autoría del programa argentino, que incluía, entre otras cosas, las privatizaciones de los servicios públicos o la ley laboral y previsional –la “terapia de shock”–, correspondió a los bancos J.P. Morgan y Citibank, antes de que a Menem y a Cavallo se les pasara siquiera por la cabeza. Ciertamente, ello no exime del reconocimiento del empeño y la pasión que pusieron estos personajes en la instrumentación de las medidas.
Entre las voces de alarma que se levantaron entonces, vale recordar la de un diputado, y no precisamente de la izquierda, Rafael Martínez Raimonda. Al fundamentar su voto negativo a la reforma previsional, el santafesino advirtió que para que esa ley no fuera una trampa para las futuras generaciones se debían dar tres condiciones: que en los próximo 30 años la Argentina creciera a una tasa de por lo menos el 5 por ciento anual; que el tipo de cambio, o sea, el régimen de convertibilidad, se mantuviera durante ese mismo tiempo; y que en las próximas tres décadas no se cambiara al ministro de Economía (Domingo Cavallo). Como, obviamente nadie podía garantizar esas condiciones, la reforma era inviable, afirmó.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que llegaran los primeros temporales. En 1995 estalló el Tequila; en 1996 renunció Cavallo acusando a Menem y a su régimen de componer una banda de corruptos. En abril de ese mismo año, los desocupados y subocupados alcanzaban el 30 por ciento. Y apenas el 60 por ciento del conjunto de los afiliados lograba aportar regularmente a la AFJP que había elegido.
De allí en más, el sistema estaba herido de muerte. Sin embargo, desde los centros financieros internacionales se siguió alentando al alumno más aplicado, y el modelito argentino perseveró hasta llegar al borde mismo del abismo. No faltó entonces quien dijo: hay que dar el paso decisivo hacia adelante, las reformas de segunda generación. Al observar los comportamientos en la actual crisis internacional se comprenden mejor aquellos experimentos a escala reducida.
La decisión del gobierno argentino de poner fin al sistema de capitalización abrió un debate sobre el futuro previsional. Si la muerte del anterior régimen fue anunciada en el momento oportuno, si se trata de tapar un hueco fiscal, todo es secundario frente al reconocimiento de la imposibilidad de sostener una ficción y de la necesidad de pensar en otro sistema previsional, basado en la ciudadanía y la solidaridad. El gobierno deja abiertos algunos flancos por la ausencia de una estrategia de conjunto explicitada en tiempo y forma. Una medida, por justa que sea, debe ser comunicada bien. Pero no se puede ignorar que el gran negocio financiero vinculado al sistema de capitalización encontró un coro polifacético y hasta patético de apologistas.
(*)Carlos Abel Suárez es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.

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